Equilibrio fiscal apretando más arriba

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No habrá aumentos de tarifas de servicios públicos por un tiempo. Las PYMEs endeudadas con AFIP obtuvieron una moratoria con 180 días de gracia. Se estableció la doble indemnización para despidos -aun cuando el sector privado no estaba despidiendo. Se bajó la tasa para créditos no bancarios de ANSES y se dispuso de un bono especial para jubilados con la mínima y beneficiarios de AUH, para que alcancen la cifra mínima de la canasta alimentaria. Se lanzó la Tarjeta Alimentaria. En pocos días, Alberto Fernández lanzó una serie de medidas que demuestran que estamos ante un gobierno peronista que se ocupa de su electorado más vulnerable. Y al mismo tiempo, hace aprobar una ley de equilibrio fiscal con énfasis en la presión impositiva (retenciones, ingresos, dólar, etc.) con vistas a lograr el superávit en 2020. Un equilibrio fiscal distinto a los que conocimos recientemente, porque busca segmentar los costos de las medidas.

Dijo el ministro Guzmán que este paquete impositivo, que el FMI conocía, era fundamental para poder renegociar con los acreedores y «reperfilar» el cronograma de vencimientos de la deuda. La bancada de Juntos por el Cambio declaró oponerse al paquete económico legislativo por criterios «institucionalistas» (los famosos «superpoderes» presidenciales) ya que no podía oponerse a sus contenidos. ¿Cómo estar en contra del superávit?

Desde un punto de vista electoral, las razones de uno y otro polo son prístinamente democráticas. Cada cual defiende a su electorado. El paquete de Guzmán recae más fuertemente «arriba» que «abajo». La discusión es político-económica: quien paga los costos del ajuste. No hay discusión macroeconómica: nadie discute que los números tienen que cerrar para que podamos cumplir con nuestros compromisos. Hacía mucho tiempo que en Argentina no había unanimidad sobre este último punto. La Argentina peronista reencontró sus objetivos sociales con la salud macroeconómica. Ya no sostiene que ciertos desequilibrios pueden tener efectos virtuosos. El kirchnerismo, pieza clave en la aprobación de la Ley de Solidaridad en el Congreso, pasó -en términos de pensamiento económico- de la heterodoxia latinoamericana al progresismo universal.

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No era de extrañar que Alberto Fernández y Sergio Massa hubiesen visto con buenos ojos un plan de austeridad que esté dirigido a la salud de la macro. Pero este plan fue avalado y operado por Cristina y Máximo Kirchner. Este último punto seguramente tuvo influencia en la tranquilización del mercado, expresada en la caída del riesgo, el repunte de los activos argentinos y la moderada estabilidad del dólar. La política argentina adoptó un formato más predecible, con coaliciones ideológicamente sesgadas y la natural puja distributiva detrás de cada medida del gobierno, pero la ley de gravedad no entra en el campo del debate.

Esa es la novedad de Martín Guzmán como ministro. En la academia estadounidense, de la que proviene, se debaten los efectos de las políticas económicas pero no la naturaleza de sus instrumentos. Se puede ser progresista, o conservador, sin dejar de ser «convencional». Por otra parte, si esto que el mercado valoró se mantiene, lo que deberían cambiar son los discursos políticos. Si la racionalidad se da por descontada, los opositores deberán abandonar las acusaciones de «populismo económico», «inestabilidad», «falta de capacidad» y otros debates arcaicos, y discutir los efectos distributivos. ¿Es justo que el campo pague más que la minería? ¿Es demasiado alta la presión fiscal? ¿Es equitativo el sistema previsional así como está? Si esas son las discusiones de la política, nos habremos convertido finalmente en el país constante y aburrido que todos estaban reclamando.

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