El confinamiento de los maskoy

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Por Anibal Silvero – Cuando los camiones del ejército de Stroessner llegaron en el invierno de 1976 al portón del predio de los Toba Maskoy, en el Chaco paraguayo, las familias que habitaban las extensas hectáreas para ellos sagradas, presintieron que algo terrible les iba a suceder. Durante cientos de años este pueblo originario (de la raza guaraní, pero erradamente llamados tobas) vivían en estos montes del Paraguay profundo.

Los tobas maskoy no poseían estas tierras, no eran dueños de ellas, vivían en ellas, los toba maskoy eran parte de la tierra, así lo entendían hasta la llegada de los empresarios del “progreso”. Y no había forma de explicarles a estos colonizadores blancos esa relación que tenían estos habitantes autóctonos del monte con la madre naturaleza. Estos hombres blancos de negocios habían tomado, con anuencia del gobierno, la titularización de los montes y de los extensos territorios maskoy. “¿Cómo puede ser alguien dueño de estos árboles, de este barro, de estos yuyos?”, preguntaba un toba maskoy en lengua plautdietsch (una variante del alemán) a los ejecutivos que se adueñaban con papeles del habitat de un pueblo.

Eran 22.000 hectáreas donde vivían estas familias, hasta ayer estas tierras pertenecían a todos y a la vez no pertenecían a nadie, pero ahora crucialmente por una decisión del llamado progreso occidental tenían nombre y apellido: Carlos Casado S.A, una empresa que venía devorando tierras paraguayas hacía casi un siglo.

Esta poderosa empresa fue fundada por Carlos Casado del Alisal en el siglo XIX. Luego de la guerra de la Triple Alianza, que devastó literalmente al Paraguay, y diezmó a sus hombres, Casado se hizo testaferro para la apropiación de enormes latifundios en el Chaco Boreal paraguayo. A partir de entonces estos gigantescos territorios, que por su enorme extensión Carlos apenas podía divisar desde un avión, fueron llamados “Campos de Don Carlos Casado”. Este potentado español, supo ser el hombre con más tierras de la época. De hecho, cuando Carlos Casado toma las tierras del Paraguay a finales del siglo XIX (las compró a precio vil al Gobierno), se convirtió en el primer terrateniente “privado” del mundo, sólo le superaban en extensión las propiedades del Zar Nicolás II de Rusia que era dueño “por decreto o por derecho divino” de toda Siberia.

Luego, el elogiado banquero y filántropo, descubrió en Paraguay una forma decisiva de hacer dinero: extrayendo el tanino del quebracho.
Además de apropiarse de las tierras, el banquero tenía potestad para someter a cualquier ser humano originario que viviese en esas latitudes. Así, muchos habitantes autóctonos fueron sometidos a la esclavitud laboral, se convirtieron en obreros obligados de la multimillonaria empresa que exportaba tanino y enriquecía de esa forma aún más a los Casado.

En esta coyuntura, los originarios que más sufrieron la embestida de la pata civilizadora de la empresa Casado fueron los tomáraho, cuyos integrantes, que otrora caminaban tranquilos por los montes paraguayos, eran a partir de Casado una especie en extinción, reducidos al trabajo bruto y forzoso, explotados hasta la enfermedad o la muerte en los grandes latifundios madereros.

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Gracias a estas habilidades de hacerse de tierras y explotarlas, el emperador del Chaco, como le llamaban al exitoso banquero, se convirtió en el hombre más adinerado del país durante el siglo XIX y principios del XX, propietario del mayor latifundio de la historia de Argentina, cuya superficie igualaba aproximadamente la de las islas del Reino Unido y los Países Bajos. Solo en el Chaco paraguayo, el hombre se hizo dueño de más de seis millones de hectáreas. Y, como todo hombre acaudalado, era admirado. De hecho, lo sigue siendo: la estatua más grande que existe en Rosario, Santa Fe, y que represente en dicha ciudad la imagen de alguna persona que haya pisado esas tierras, estatua más grande en esa ciudad todavía que la del Che Guevara, es la de Don Carlos Casado del Alisal. Todavía se la puede apreciar en la ochava SE de las calles San Martín y Santa Fe, en el edificio del Banco de Santa Fe.

Así las cosas, no era raro que la empresa Casado, heredada por los hijos de Carlos, convertidos al nacer en multimillonarios, por obra y gracia de la herencia de la propiedad privada, haya reclamado al gobierno paraguayo las 22000 hectáreas donde vivían los maskoy como propias, además de todas las otras millares de hectáreas que ya poseía. En nombre del progreso, muchas cosas pasan, decía un sabio tomáraho, que había perdido a su familia trabajando duramente en los obrajes madereros. Sin embargo, hacía poco tiempo, a principios de 1970, el propio Stroessner les había garantizado a los maskoy el uso de sus tierras, pero ahora, de repente, el panorama se volvió gris y los camiones del ejército tenían un aspecto lúgubre.

Uno de los milicos paraguayos, con ese uniforme beige y opaco que caracteriza a los militares en ese país, ordenó a los mascoy que suban a los camiones. Eran 150 familias aproximadamente, que aquel crudo invierno del 76 fueron obligados a salir de su propio habitat. Ese acto marcó para siempre a la tribu maskoy. La herida para ellos fue terrible: los arrancaron de su hogar, los desarraigaron, los arrebataron de su residencia milenaria, destruyendo a la par su linaje y su esencia de relación con esas tierras. Niños y niñas mascoy fueron obligados primero a viajar tristemente en los tenebrosos camiones del ejército, y luego, a decenas de kilómetros de allí, todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos, mujeres y hombres, toda la desafortunada tribu fue abandonada, obligada a sobrevivir en un territorio agreste.

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Pero la terrible acción del ejército no terminó allí. Cercaron a las familias, prohibiendo la entrada o salida de este nuevo territorio. Se trataba de un monte inhóspito, inhabitable, en lo profundo del Chaco paraguayo. Los militares apresaron a la población, de tal modo que nadie podía salir ni entrar al nuevo terreno. En esta infausta morada, los toba maskoy vivían en forma desgraciada e infeliz. En esas condiciones, se armó una suerte de campo de concentración, dentro del Chaco paraguayo, donde los maskoy, obligados a usar vestimenta militar (incluso los niños), trabajaban duramente para recibir unas pocas provisiones de comida diaria, y así poder mantener vivas a las infortunadas familias.

No fueron días, ni semanas, ni meses, fueron largos años que los toba maskoy estuvieron obligados al trabajo forzoso, al trabajo esclavo, en este improvisado campo de concentración armado en la profundidad del Chaco paraguayo.

A pesar de que estaba prohibida la entrada a toda persona que quería visitarlos, incluyendo periodistas, el rumor de esta sumisión de un pueblo indígena por parte de la dictadura stronissta no tardó en impactar en la opinión internacional. Y luego de muchas luchas y denuncias de diferentes organismos, entre ellos la de la Conferencia Episcopal Paraguaya, finalmente en 1987 el gobierno les reconoce el predio que les habían arrebatado y los maskoy vuelven a su sagrado hogar, pero con la herida abierta de lo que les habían obligado a sufrir.

Los maskoy, en Paraguay, no superan en la actualidad los 3000 individuos. Hoy recuerdan vivamente aquellos desagradables años, en la segunda mitad del setenta y principios de los 80, cuando fueron reducidos a burros de carga por una connivencia entre el Gobierno y la empresa Casado. Ellos no entienden qué les pasó. No comprenden qué rayo fatal atravesó su linaje de lado a lado, pero con certeza ya no son los mismos. Hoy los maskoy caminan con una angustia reflexiva por los trillos castigados del Chaco paraguayo, y hablan muy poco. Ya cada vez menos tierras les pertenecen, y están siendo tragados, poco a poco, por la garganta del diablo civilizador.

A diferencia del empresario colonizador Carlos Casado, que tiene la más grande estatua de Santa Fe, y figura en los libros de historia como un exitoso banquero y filántropo, ninguno de los tres mil maskoy que quedan tiene alguna escultura o mural, o cuadro recordatorio, o siquiera un ajado monolito en una plaza olvidada. La tribu maskoy, mal bautizados tobas, poco a poco se van extinguiendo, van siendo relegados a la omisión de las crónicas, a la postergación de todos los recuerdos. Los maskoy pasaron de hablar seis lenguas a no tener voz, y hoy transitan callados por el Chaco paraguayo, silenciosos y angustiados, cayendo lentamente al margen olvidado de la Historia.

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