«La cultura del diálogo»

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El próximo 9 de julio será un día especialmente significativo para los argentinos, ya que en  esta fecha recordamos la Independencia Nacional. También celebramos a Nuestra Señora de Itatí,  patrona de nuestra Diócesis y de nuestra región del Nordeste Argentino (NEA). Esta advocación a  la madre de Jesús, «Nuestra Señora de Itatí», es una devoción antigua y querida por el pueblo de  Dios en nuestra región y en toda nuestra Patria  

María siempre acompañó a la Iglesia. desde su mismo nacimiento, en la mañana de Pentecostés ella estuvo junto a los Apóstoles: «Todos ellos, íntimamente unidos se dedicaban a la oración, en  compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús y de sus parientes» (Hch 1,14). Desde los  primeros siglos, los cristianos veneran a María con diversas advocaciones ligadas a los lugares  donde la Iglesia evangelizaba. En América Latina, desde que la fe cristiana llegó a nuestras tierras,  María, nuestra madre, siempre estuvo presente: en México bajo la advocación de la Virgen de 

Guadalupe, Caacupé en Paraguay, Luján en Argentina, y en nuestro nordeste, la de Itatí.  

A ella, a María de Itatí que siempre nos acompaña, queremos pedirle en este 9 de julio que interceda  ante nuestro Padre Dios, por nuestra Patria y por nuestra Provincia de Misiones. Hoy debemos  comprender que toda vocación, pero especialmente la de los laicos, pasa por la responsabilidad  ciudadana, e implica la transformación de las realidades temporales. Nos decimos cristianos o  católicos, pero lamentablemente hay muchas rupturas entre la fe que profesamos y nuestras  opciones. La responsabilidad del cristiano como ciudadano debe ayudar a que podamos madurar  nuestro sistema democrático para que se fundamente en una real convivencia social. En la Argentina  de hoy se hace necesario seguir fomentando la cultura del diálogo, evitando la uniformidad que  siempre impide construir una sociedad sobre la diversidad y los consensos, y fundamentalmente el  respeto al talento creativo y constructivo que cualifica nuestras instituciones.  

Considero que pueden servir algunos textos del documento «Navega mar adentro» de la  Conferencia Episcopal Argentina, que se refieren al servicio que los cristianos podemos brindar para  que nuestra sociedad sea un poco más responsable y justa:  

En esta perspectiva se concreta la cosmovisión cristiana del hombre y del mundo. Aparece en toda  su riqueza el humanismo cristiano que permite generar la “civilización del amor”, fundada sobre  valores universales de paz, verdad, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena  realización. Una conversión es incompleta si falta la conciencia de las exigencias de la vida cristiana  y no se pone el esfuerzo de llevarlas a cabo. Esto implica una formación permanente de los cristianos,  en virtud de su propia vocación, para que puedan adherir a este estilo de vida y emprender  intensamente sus compromisos en el mundo, desarrollando las actitudes propias de ciudadanos  responsables. Para lograr este servicio educativo a nuestra sociedad hemos de centrarnos en dos  instituciones: la familia y la escuela-universidad. Además, destacamos la Doctrina Social de la Iglesia, como el mejor medio para encarar los principios evangélicos en la compleja realidad cultural,  política, social, ecológica y económica» (Navega mar adentro 95-97).  

El próximo martes a las 19 horas en la Catedral de Posadas celebraremos la Santa Misa en el día de  nuestra patrona la Virgen de Itatí y nos uniremos en acción de gracias por el don de la Patria  cantando el «Te Deum» y también pidiendo a Dios que nos conceda «la sabiduría del diálogo y la  alegría de la esperanza que no defrauda». 

Les envío un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo!  

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«La identidad del cristiano»

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En esta época no dudamos en afirmar que somos protagonistas de profundas transformaciones de  todo tipo. A veces nos quedamos perplejos ante el rapidísimo avance tecnológico, bio-genético,  informático… todo esto tiene una estrecha relación con ámbitos fundamentales para la existencia  humana, como la ética, la economía o la misma cuestión social. Lamentablemente a veces el  pragmatismo lleva a priorizar de hecho el «hacer sin pensar». No es raro que a veces se resuelvan y  ejecuten cosas sin prever suficientemente las consecuencias. Muchas veces priorizamos en nuestras  opciones una especie de «zapping informático» y no nos planteamos el sentido de las cosas. Es cierto  que, sumergidos en la rapidez de los cambios, si vivimos solo pragmáticamente, corremos el riesgo  de deshumanizarnos y generar una crisis fomentando la degradación de la sociedad y la cultura.  

Esto nos lleva a veces a cuestionarnos cuál puede ser nuestro aporte como cristianos en esta época.  Desde ya que solo podemos servir, ahondando y formándonos en la fe en la que creemos y desde  ahí tener una real apertura y diálogo con nuestro tiempo. Quizá haya dos palabras claves que  debemos tener en cuenta que son: «identidad» y «diálogo».  

En un texto que hemos publicado los obispos argentinos hace varios años hacíamos notar la  necesidad de afirmar nuestra identidad en una época de cambios: «El comienzo del siglo encuentra  a la humanidad en un momento muy significativo. Algunas décadas atrás la Iglesia hablaba del  amanecer de una época de la historia humana caracterizada sobre todo, por profundas  transformaciones. Pero ese amanecer no ha concluido. Más aún, aquellas situaciones nuevas se han  vuelto más complejas todavía. Por eso podemos percibir qué es lo que termina, pero no descubrimos  con la misma claridad aquello que está comenzando. Frente a esta novedad se entrecruzan la  perplejidad y fascinación, la desorientación y el deseo de futuro. En este contexto se plantea, a veces  de un modo oculto y desordenado, preguntas urgentes: ¿Quién soy en realidad? ¿Cuál es nuestro  origen y cuál nuestro destino? ¿qué sentido tiene el esfuerzo y el trabajo, el dolor y el pecado, el mal  y la muerte? Tenemos necesidad de volver sobre estos interrogantes fundamentales. En una época  de profundas transformaciones, la cuestión de la identidad aparece como uno de los grandes  desafíos. Y esta problemática afecta de modo decisivo al crecimiento, a la maduración y a la felicidad  de todos. En este marco, queremos anunciar lo que creemos, porque el Evangelio es una luz para  planteos que nos inquietan» (CEA, Jesucristo, Señor de la Historia, 3).  

En el centro de nuestra identidad como cristianos, está la persona de Jesucristo, Dios hecho hombre.  Es la piedra angular de la creación y de la historia. Es una tarea de cada cristiano comprender la  centralidad de Jesucristo en su vida y asociarse libremente a él. El Evangelio de este domingo (Mc  5,21-43), nos presenta la sanación de una mujer y la resurrección de la hija de Jairo. En ambos casos  el Señor resalta la fe como clave de estos milagros que son signos del Reino. La mujer que hacía doce  años padecía hemorragias quedó curada. Lo importante del texto es aquello que dice el Señor: «Hija  tu fe te ha salvado, vete en paz y queda sanada de tu enfermedad» (Mc 5, 34).  

Si realmente como cristianos queremos ser discípulos de Jesús, trataremos de abrir nuestro corazón  a sus enseñanzas. En el poner en práctica la Palabra de Dios, en el ejercicio de la comunión eclesial,  nosotros alimentamos nuestra identidad y discipulado. Cuando entendemos que este discipulado  debemos vivirlo en el mundo, en la familia, trabajo, política, escuela… comprendemos que la  identidad cristiana realmente es un desafío necesario, para que nuestro aporte sea fecundo en medio  de situaciones nuevas y complejas. El intentar vivir con identidad y coherencia de vida nos permite  entender la exigencia del discipulado que nos pone el Señor. Solo por la fe podemos comprender  esta propuesta del Señor, exigente, difícil de entender y sobre todo de vivir, en este amanecer aún  un tanto oscuro. Pero si somos capaces de asumir esta propuesta estaremos transitando un camino  de esperanza. 

Les envío un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo!  

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La asamblea Diocesana

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El texto del Evangelio del domingo (Mc 4,35-41), nos sigue presentando el ministerio público del Señor en Galilea. Nos muestra a Jesucristo en una barca, la tempestad, el miedo y la falta de fe a pesar de que el Señor estaba con ellos. Y Él les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?» (Mc 4,40). El Evangelio nos puede ayudar a reflexionar sobre la necesidad que tiene nuestro tiempo de cristianos que sean testigos creíbles, alegres, sobre todo que practiquen la dimensión profética, fruto de la vocación bautismal.

En realidad, todos estamos llamados a ser profetas desde el bautismo. En la unción post-bautismal se dice: «Él te unge ahora con el crisma de la salvación para que permaneciendo unido a Cristo sacerdote, profeta y rey, vivas eternamente». Sabemos que no es fácil para los cristianos ejercitar esta dimensión profética en el mundo que nos toca vivir. Seguramente los cristianos de cada época de la historia se habrán sentido como nosotros. Por eso tanto en el pasado, como en nuestro tiempo la dimensión profética nos exige poner en práctica la Palabra de Dios. Dar testimonio de nuestra fe en lo que nos toca a cada uno, construyendo nuestra vida familiar y social sobre la verdad.

Lamentablemente el contexto de nuestro tiempo descarta el valor de la verdad y por eso nuestra gente en general está desengañada y experimenta una crisis de credibilidad. Lo cierto es que abunda el consumismo, todo se oferta y se demanda, incluso las personas que pasan a ser meros objetos de consumo. Esta inconsistencia y falta de valoración de la verdad se puede dar en la publicidad para colocar un producto, pero también en una campaña política o hasta en proselitismos religiosos.

Debemos reconocer que nosotros mismos podemos caer en consumir programas de televisión o de radio, sin ningún sentido crítico, aun cuando lo que se nos ofrece es mero sensacionalismo, rating sin ética, o cualquier tipo de propuestas donde corremos el riesgo de no ejercitar nuestra condición de personas, el don y el ejercicio de la libertad y de practicar lo que creemos. La dimensión profética hoy está ligada a la autenticidad, a la búsqueda de la verdad y a hacer experiencia profunda de la fraternidad.

Es importante recuperar esta vocación profética que nos permitirá sobreponernos a las graves dificultades que atravesamos. En este sentido, el pasado 20 de junio nos reunimos en el Instituto Montoya para realizar nuestra Asamblea Diocesana. Este acontecimiento sinodal reunió a sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos consagrados, catequistas, agentes de pastoral, miembros de distintos movimientos eclesiales, educadores, y estudiantes que reflexionamos bajo el lema «Hacia una Iglesia pobre, para los pobres». Iniciamos la jornada invocando juntos al Espíritu Santo en la celebración de la Eucaristía. Luego de una reflexión y de la iluminación desde el evangelio y el magisterio de la Iglesia, comenzó el trabajo en grupos con la finalidad de concretar caminos para que nuestra Iglesia diocesana profundice su compromiso de servicio y cercanía con los sufrientes, renovando la opción preferencial por los pobres. Reafirmamos el deseo de ser una Iglesia «samaritana» y nos consagramos a María, Madre de nuestro pueblo. Al final se dio lectura de una proclama a modo de síntesis de todo lo reflexionado.

Que el Señor nos ayude a fortalecernos en la esperanza y a vivir más proféticamente, teniendo en cuenta que muchos hombres y mujeres antes y ahora son testigos alegres, testigos del Evangelio.

Les envío un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo! Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas.

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“La misión de la Iglesia”

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En este domingo el Evangelio (Mc 4,26-34) nos presenta al Señor en su ministerio público en Galilea anunciando el Reino de Dios, aquello que era su pasión y misión. Ese anuncio lo realizaba con parábolas como las semillas que crecen por sí solas o el grano de mostaza. En realidad, el texto nos sirve para que nosotros, tanto en lo personal como en lo comunitario y eclesial, nos preguntemos si tenemos pasión por anunciar en nuestra tarea evangelizadora ese Reino de Dios, que es la misión y razón de ser de la Iglesia.

Evangelizar y ayudar a humanizar nuestra cultura es también nuestro servicio al mundo de hoy. Nuestro tiempo requiere de nosotros que, para generar una sociedad, un país y una provincia mejor, tengamos que ser varones y mujeres con convicciones de trabajar por el bien común, y que sobre todo el laicado que está en tareas como la educación, la política, los medios de comunicación, en lo cotidiano, tenga un sentido de la ética social que permita pensar una sociedad con valores.

Esto es bueno recordarlo en el contexto de la Asamblea Diocesana que realizaremos el próximo jueves 20 de junio en el Instituto Montoya de Posadas. Será una instancia sinodal en la que como Pueblo de Dios que peregrina en esta diócesis nos reuniremos para escuchar juntos al Espíritu Santo, reflexionaremos sobre nuestra realidad y discerniremos sobre cómo evangelizar mejor. El tema de la Asamblea de este año es «Una Iglesia pobre para los pobres».

En este tiempo, y con la gracia del acontecimiento y el documento de Aparecida, vamos acentuando la necesidad de asumir como cristianos un camino discipular para la misión. Es cierto que esto es difícil en un contexto que a veces es hasta agresivo con las propuestas del Evangelio, e incluso con los valores y la visión del hombre que la revelación cristiana nos propone. Hay que señalar que los malos ejemplos que puedan dar quienes se apartan de la fe cristiana, así como nuestras propias fragilidades, no invalidan el «Don de Dios» del encuentro con Jesucristo y su revelación, ratificado en el testimonio de tantísimos hombres y mujeres que viven con fidelidad y entrega este regalo maravilloso de ser cristianos.

Por esta misma razón en este tiempo deberemos acentuar este discipulado y misión, en todos, pero especialmente en nuestros laicos que son la mayoría del pueblo de Dios, para humanizar y evangelizar nuestra cultura habitualmente bombardeada por ideologías materialistas que consideran a la persona como objeto de consumo, potenciando solo sus instintos, y eliminando su espiritualidad que implica la inteligencia, voluntad, libertad y la capacidad de trascendencia.

En relación a la necesidad de humanizar y evangelizar la cultura, Aparecida señala: «Son los laicos de nuestro continente, conscientes de su llamado a la santidad en virtud de su vocación bautismal, los que tienen que actuar a manera de fermento en la masa para construir una ciudad temporal que esté de acuerdo con el proyecto de Dios. La coherencia entre fe y vida en el ámbito político, económico y social exige la formación de la conciencia, que se traduce en un conocimiento de la Doctrina Social de la Iglesia.

[…] El discípulo y misionero de Cristo que se desempeña en los ámbitos de la política, de la economía y en los centros de decisiones sufre el influjo de una cultura frecuentemente dominada por el materialismo, los intereses egoístas y una concepción del hombre contraria a la visión cristiana. Por eso, es imprescindible que el discípulo se cimiente en su seguimiento del Señor, que le dé la fuerza necesaria no solo para no sucumbir ante las insidias del materialismo y del egoísmo, sino para construir en torno a él un consenso moral sobre valores fundamentales que hacen posible la construcción de una sociedad justa». (DA 505-506)

Como Jesucristo, el Señor, la Iglesia está llamada a anunciar el Reino. Los cristianos somos parte de esa Iglesia y estamos llamados a anunciarlo, con el testimonio de nuestra vida.

Les envío un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo! Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas.

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Que todos sean uno

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En el evangelio de este domingo, Jesús nos anima a estar cerca de él, a ser parte de su familia. Para ello es  necesaria una condición: hacer la voluntad de Dios. «El que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano,  mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35). La voluntad de Dios no es otra cosa que la santificación del hombre.  El Papa Francisco, escribió una exhortación apostólica titulada «Gaudete et exsultate» sobre el llamado a la  santidad. Allí nos dice que «para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin  concebirla como un camino de santidad, porque esta es la voluntad de Dios: nuestra santificación (1 Ts  4,3). Cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento  determinado de la historia, un aspecto del Evangelio. 

Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde él. En el fondo la santidad es vivir en  unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una  manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con él. Pero también puede implicar  reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida oculta, su vida  comunitaria, su cercanía a los últimos, su pobreza y otras manifestaciones de su entrega por amor. La  contemplación de estos misterios, como proponía san Ignacio de Loyola, nos orienta a hacerlos carne en  nuestras opciones y actitudes». (GE 19-20) 

El camino de la santidad no es otra cosa que caminar en la senda que nos lleva a ser felices. «Alégrense y  regocíjense (Mt 5,12), dice Jesús a los que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo pide  todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y  no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada. En realidad, desde las  primeras páginas de la Biblia está presente, de diversas maneras, el llamado a la santidad». (GE 1)  

En el evangelio Jesús nos recuerda la importancia de la unidad: «Un reino donde hay luchas internas no  puede subsistir. Y una familia dividida tampoco puede subsistir» (Mc 3,24-25). El camino de santidad, por  lo tanto, exige de los cristianos la comunión. «La santificación es un camino comunitario, de dos en dos.  Así lo reflejan algunas comunidades santas. En varias ocasiones la Iglesia ha canonizado a comunidades  enteras que vivieron heroicamente el Evangelio o que ofrecieron a Dios la vida de todos sus miembros.  Pensemos, por ejemplo, […] en san Roque González, san Alfonso Rodríguez y compañeros mártires […]  Del mismo modo, hay muchos matrimonios santos, donde cada uno fue un instrumento de Cristo para la  santificación del cónyuge. Vivir o trabajar con otros es sin duda un camino de desarrollo espiritual. San  Juan de la Cruz decía a un discípulo: estás viviendo con otros para que te labren y ejerciten». (GE 141) 

«En contra de la tendencia al individualismo consumista que termina aislándonos en la búsqueda del  bienestar al margen de los demás, nuestro camino de santificación no puede dejar de identificarnos con  aquel deseo de Jesús: Que todos sean uno, como tú Padre estás en mí y yo en ti». (GE 146) 

El evangelio nos advierte, finalmente, sobre la presencia del mal que se interpone en el camino de santidad.  Algunos, acusaban a Jesús de estar poseído por un espíritu impuro. Con paciencia, les explicó por medio  de comparaciones que Él trae el Reino de Dios. Cuando pensamos en el demonio, muchos traerán a la  mente alguna escena llamativa de películas que tratan sobre posesiones y exorcismos. Sin embargo,  debemos estar alertas porque no es ese el modo habitual en el que el mal va ganando nuestro corazón. Lo  primero que hace el demonio es confundir nuestro juicio. Hacernos creer que está bien lo que en realidad  es malo. El Papa nos recuerda que el demonio no es «un mito, una representación, un símbolo, una figura  o una idea. Ese engaño nos lleva a bajar los brazos, a descuidarnos y a quedar más expuestos. Él no necesita  poseernos. Nos envenena con el odio, con la tristeza, con la envidia, con los vicios. Y así, mientras nosotros  bajamos la guardia, él aprovecha para destruir nuestra vida, nuestras familias y nuestras comunidades». (GE 161) 

Pidamos al Señor que nos ayude a hacer siempre su voluntad para ser auténticamente felices. Que unidos  en comunidad avancemos firmemente en el camino de santidad que él nos propone  

Les envío un saludo cercano y ¡hasta el próximo domingo!  

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