La increíble historia del misionero que empezó como lavaplatos y hoy es dueño del restaurante más antiguo de Buenos Aires

Compartí esta noticia !

Si uno comienza a caminar por la calle Hipólito Yrigoyen, en plena Capital Federal, siguiendo la dirección de los autos hasta una cuadra antes de cruzar la Avenida 9 de Julio, no notará (a simple vista) nada demasiado peculiar. Sin embargo, es justo en esa esquina, en la conjunción de las calles Salta e Yrigoyen donde se encuentra el restaurante más antiguo de la ciudad: El Imparcial

La “fonda y botillería” fundada en 1860 por el español don Severino García, hoy es propiedad de un misionero: Jorge Dutra, nacido y criado en San José, quien logró encontrar un lugar en la gran ciudad empezando desde abajo: como lavaplatos en el restaurante del que, aunque en ese momento aún no lo sabía, terminaría siendo propietario mayoritario con más del 50 por ciento de las acciones.

El histórico local le debe su nombre a que en sus mesas y por pedido expreso del dueño, no se debatía de política ni religión. Mientras que los franquistas se juntaban en el desaparecido Bar Español, los republicanos iban al Iberia (avenida de Mayo 1196), y cuando ambos grupos se juntaban, la cita era en El Imparcial, que se encuentra en su ubicación actual desde el año 1933. Luego de la reconstrucción tras un derrumbe, en 1969 la sociedad pasó a estar dirigida por Joaquín Barreiro González, suegro de uno de los actuales directores. 

Es en este lugar, ambientado con decoración de estilo español, engalanado con importantes mayólicas y varios óleos alusivos a la vida en la península ibérica, donde 24 años después aparecerá un pequeño Jorge, mitad niño mitad adulto, para iniciarse en el mundo gastronómico en la capital del país.

Yo vine directamente a trabajar acá, en 1993. Tenía 16 años”, le cuenta a Economis. En Misiones desde chico trabajó en el almacén familiar. Luego hizo trabajos con su padre, que era albañil. Se terminó viniendo porque uno de sus hermanos, que ya se encontraba viviendo en Buenos Aires, conocía a uno de los dueños de El Imparcial. “José me dijo: “Vení a trabajar acá al restaurante” y yo le dije: “Bueno, voy” porque ese año trabajar en Misiones estaba muy duro para la juventud”, explica.

“Hice de todo”, afirma, un tanto solemne. “Todos los trabajos más feos y más pesados que hay en Misiones, los hice”. Jorge estaba trabajando hacía uno o dos meses, cosechando frutas en una quinta del interior de Misiones cuando su hermano lo llamó. “Yo le dije que sí, que me quería ir de ahí.” Resulta que, el Dutra mayor, conocía a uno de los dueños del local (Federico Pardi) de su trabajo. Fue él quien hizo la primera propuesta porque le hacía falta “un pibe para el mostrador”. 

Pero el destino lo quiso a Jorge en otro lado, porque cuando la oferta se hizo, él todavía estaba esperando la paga en la quinta. “Estaba esperando cobrar para poder comprarme ropa y el pasaje para venir. Me demoré un poquito y justo tomaron a otro pibe, Claudio, con quien todavía mantengo relación”.

Afirma “haber llegado tarde”. Pero no lo suficiente como para quedarse afuera por completo. “Pasaron dos semanas, uno de los empleados renunció o algo así, y en vez de ir al mostrador, me llevaron a la cocina. Y ahí me quedé acá”. 

En realidad, la idea original no era quedarse, pero fue lo que terminó pasando. “Vine con la ilusión de comprarme algo. Juntar la plata para una moto o un auto, y volver. Porque en esos años, para hablar por teléfono con mi familia tenía que pedirle a una vecina, molestar a alguien… Era muy duro. Aparte yo tenía en Misiones más o menos 30 o 40 amigos, que nos criamos todos juntos, y de eso a venir acá y estar en solitario… Fue durísimo”.

Lo que queda de la tierra roja

Jorge pasó de la cosecha de frutas en la quinta, de convivir con sus 10 hermanos (dos mujeres y ocho varones) a la vertiginosidad del ritmo porteño y su individualidad. “La mayoría de mis hermanos sigue viviendo allá. José el que vivía acá está en la Policía Federal en Posadas. Los otros todos en San José, salvo una hermana en Formosa y otro acá que volvió hace poco, uno de los más grandes”. Él es el hermano número nueve. “Nos llevamos un año y medio o dos entre cada uno, somos parejitos. Eso es costumbre allá. Uno atrás del otro.” 

Al recordar viejas anécdotas con sus hermanos y amigos, no puede creer las cosas que hacían. Además de jugar al fútbol todo el día, sea con 40 grados de calor o lluvia, también pasaban horas bañándose en los arroyos cercanos. “A cinco o seis cuadras de mi casa había un arroyo. Así que nos íbamos a nadar ahí. Siempre esperábamos ansiosos después de que llovía mucho, porque ahí todo el agua se desbordaba. ¿Viste como es el agua de Misiones? Turbia, marrón, y nos tirábamos a nadar ahí, con palos, árboles, un montón de cosas. Yo les cuento a mis hijos, y a veces hablamos con mis amigos, y pensamos ¿cómo no nos pasaba nada? Era increíble. Cómo nos salvábamos nosotros”. 

La adolescencia entre platos y ollas

Cuando “cayó” en El Imparcial, fue como encontrar una “nueva casa”.  “Acá era toda gente grande y entre todos me adoptaron. Yo era el más chiquito. Me cuidaron, me enseñaron, y no sólo cosas del restaurante.” Los gallegos fueron “sus maestros”. Había dos o tres que le indicaban un poco de gastronomía, un poco del funcionamiento de las cosas en la capital. Sobre la vida misma. “Me decían: “Che fíjate esto, hace lo otro, te conviene esto… no te compres auto porque es mucho gasto, no te sirve, comprate una casa primero…” y en general les hice caso.” Jorge cuenta que un eje a seguir para él fue Porfidio Vidal, un gallego, que además de ser compañero de trabajo fue a quien le compró su primer departamento en la Ciudad Autónoma, a los 21.

Ni bien llegó al histórico restaurante lo primero que le preguntaron, viéndolo tan chiquito y flaco, fue: “¿Vas a aguantar?”. Con sus 42 años todavía mantiene esa característica. 

“Me preguntaron eso varias veces y yo, ya a la primera les dije: “y no sé, pruebenme”. Y probaron, y quedé”. 

La forma de trabajo en El Imparcial es así: son tres o cuatro horas fuertes, durante “las horas pico” y luego se para un poco. Después, cuando la gente se iba él se quedaba, junto con otro compañero haciendo la limpieza del local, hasta las cinco de la mañana. Ese ritmo, aunque agotador, no le molestaba. “Para mí era bueno eso porque, no tenía forma de pensar y de acordarme, de extrañar”. En esa época trabajaba de seis de la tarde a cinco de la mañana, de corrido.

“Como ayudante, o lavaplatos estuve cuatro o cinco meses. Yo era muy curioso, quería saber, y entonces empecé a aprender enseguida. Y como era rápido me sacaron enseguida de ahí y me fueron cambiando de puesto. En la cocina pasé por todos lados, sé todo”.

Te puede Interesar  La UPM capacitará en oficios a personas para cubrir la demanda industrial

Primero como ayudante de cocina, después fue minutero, empezó a pasar por todos los puestos. Aprendió hacer paellas y a cocinar, porque de gastronomía no sabía nada. Como era rápido, el trabajo de bachero, que para otras personas puede convertirse en algo complicado, Jorge lo aprovechaba de otra forma. “Mientras iba lavando, escuchaba cómo salían los platos de la cocina, y también iba viendo. Y enseguida me largaba a probar sí me salía. Me dejaban que pruebe y aprenda”. 

Pedro, uno de los cocineros históricos, que continúa trabajando hasta hoy le enseñó casi todo lo que sabe. 

“Como yo era chiquito y rápido, entonces me mandaban a buscar cosas al sótano, bajar cosas de los freezers, yo les servía para todo eso”. Después salió al mostrador, donde se encargó de la fiambrería, postres, y a despachar pedidos. Unos años después lo pusieron como “Comis”, el ayudante del Maître (Jefe de mozos) en el salón, donde ayudaba a levantar las mesas.

Fue por esta época también cuando, ya con 18 o 19 años, un Jorge más preparado, empezó a trabajar arduamente, para poder comprarse el departamento. 

“Empecé a hacer doble turno. Trabajaba de siete de la mañana hasta las tres de la tarde. Y después desde las 18 a las dos de la mañana. Vivía en la provincia que en esa época era picante, medio complicada. Llegaba de madrugada a la casa donde vivía, y siempre me corrían para robarme. Me cansé de correr riesgos”.

Al fin en la Capital, un inocente en la ciudad

Después de ocho o nueve meses en la provincia, tomó la determinación de venirse a la Capital y terminó en una casa de huéspedes, donde tampoco tuvo buenas experiencias. “Me vine a una pensión acá por Yrigoyen. Era medio inocente, y venía por la vida pensando que podías dejar tus cosas y que nadie iba a tocar nada. Pero en la pensión te robaban todo. Entonces me fui a otra sobre avenida de Mayo al 1300 y ahí si me quedé.” 

Ahí vivió unos cuantos meses, los últimos de su segunda década, hasta que pudo comprar el departamento. “Yo ya venía ahorrando. Cuando iba a Misiones, le pedía Federico (su jefe) plata, que me fuera descontando del sueldo, y la llevaba allá y le pedía a mi hermana que me lo guardara a su nombre en el banco. Puse un plazo fijo e iba comprando dólares, que era lo que siempre me habían inculcado”. Y así fue juntando. Primero el gallego Vidal le había alquilado el departamento, en la zona de San Telmo, y cuando Jorge cumplió los 21 le ofreció la venta. 

“Cuando quise comprar tenía juntados 19 mil pesos, que era lo mismo en dólares, por el uno a uno. Y eso fue lo que le entregué a Porfidio. Y después a medida que iba cobrando le iba pagando, unas cuotas por mes”, En ese tiempo ya era mozo y con propina incluida, le iba bastante bien. Para finales de los ´90, el misionero había logrado comprar su primera propiedad a unos 33 mil pesos. En ese momento, 33 mil dólares. 

Los años duros y la resaca de una crisis

Entre 2000 a 2005 Jorge se desempeñaba como mozo del local. El 2001, año muy duro para el restaurante, como para todo el país, vino también con problemas entre socios mayoritarios, que se habían peleado. 

“En ese entonces, después de la crisis, seguíamos mal, y ellos (los socios) medio que dejaron el barco, dejaron el negocio, y yo me fui haciendo cargo”. Jorge además de mozo hacía las veces de cajero, y era uno de los encargados principales de los socios. “Yo me hacía cargo de todos los empleados, o sea era el que me juntaba con todos y les decía: “Vamos a seguir muchachos, porque es lo único que tenemos, vamos a levantarlo y a mantenerlo”. 

Los conflictos entre los socios continuaron, y hubo una oportunidad, en 2002, cuando la situación no daba para más. “Ambos socios mayoritarios querían vender. Al local lo manejaban unos socios chiquitos”. 

Entre ese año y 2005 el local y sus socios estaban como suspendidos en el aire, nadie sabía que podía llegar a pasar. El restaurante se mantenía gracias a las manos de sus encargados que no bajaron los brazos. Gracias a las manos de Jorge, que continuaba como el jefe visible del barco, frente al resto de los empleados. 

“Los socios mayoritarios querían vender, pero los socios chicos no (ni tampoco podían) comprar; entonces eran quienes, con una minoría de acciones, se encargaban de la administración. Un negocio como El Imparcial no es tentador para inversores si se tiene en cuenta las cargas sociales, contando en su haber a una gran cantidad de trabajadores con más de 20, 30 e incluso 40 años de labor. Jorge al ser encargado, se peleaba mucho con los dueños, porque “no nos pagaban a tiempo el sueldo, a veces nos debían dos o tres meses. Como que los tipos se hacían la de ellos y chau”.

En 2005, cuando el corralito agarró a todo el mundo, también lo agarró a él. Logró sacar, peleando, un tanto por ciento que tenía en dólares. 

“El dólar había subido de uno a 3 con 63 (que pensábamos que era caro), y fue ahí cuando uno de los dueños me dijo: “Polaco: Vendo las acciones, ¿no sabes quién quiere comprar?” Con esos pocos dólares rescatados del corralito, fue que Jorge compró el 37% de las acciones del local. 

“Le dije que le compraba, pero que no le podía pagar todo. Le di lo que tenía en ese momento. Lo que había llegado a sacar del banco”. 

Jorge fue tomado por “loco” incluso por sus mismos compañeros, ya que en esos momentos de crisis el local apenas si llegaba a ocupar unas cuatro o cinco mesas. Todos le decían que no lo compre. No era fácil pensar en ningún emprendimiento a futuro.

“Los dueños de todo en realidad, eran mis compañeros, los mozos. Con cuarenta y pico de años acá adentro, era carísimo pensar en jubilarlos a todos, o sacarlos. No hubiera podido indemnizarlos en ese momento. Es más, yo ahí pensé: “Ya está la plata la hice acá, si la pierdo, no pierdo nada, pierdo lo que gané acá y bueno. No tengo mucho más que perder”.

Dueño, pero de a puchitos

Con 24 años, el misionero compró las acciones del restaurante en 2005. La compra se realizó quince días antes de la Asamblea. Una vez entregado el dinero, Jorge llamó a Hernán Armando Moedo, el dueño mayoritario que quedaba, y le ofreció presentarse juntos.  

“Vos vas a ir de Presidente, yo voy a ir de Vice, y voy a poner un mozo como director. Y ahí armé todo yo”. Logró armar un equipo de trabajo y organizarlo todo, ya que nadie más tenía la experiencia ni la capacidad para hacerse cargo del local. Pero no todo fue tan fácil. Nunca lo es. 

En ese momento no me querían inscribir las acciones, me hacían la guerra”.

Te puede Interesar  Caso Rocío Santa Cruz: “Mi hijo cayó en una depresión, yo bajé 20 kilos y nadie se preocupó por mí”, dijo la viuda de Topo Cabrera

Pero Jorge tenía un as, un abogado y amigo de la casa, que se presentó y obligó a que se le inscriban las acciones. Se hicieron los papeles en esa misma asamblea. Y ahí es que pudo sacar legalmente a todos los que estaban manejando de mala manera El Imparcial, y trajo a su grupo, a sus socios. 

Y después fue comprando, de a poco, punto por punto, acción por acción. “Todos pensaban que me iba a fundir, decían que era un pendejo que no entendía nada”. 

Todo el mundo quería sacarse de encima esas acciones, y se las ofrecían. Había muchos socios que tenían pocos puntos, tres, cinco, cuatro… Pero Jorge les fue comprando a todos. Puchito por puchito. Cuando podía. 

“Bueno cuando tenga plata te compro” y después, les compraba. Y así llegó al 50 y pico por ciento del total. “Hace rato ya que soy el accionista más grande, después está mi socio que sigue conmigo, Armando (yerno de la segunda familia de dueños, que eran los Barreiro). Él a veces viene sí, pero ya no trabaja, está grande. Tiene 76 años ya, entonces soy yo el que maneja todo”. 

El misionero explica que todavía tiene socios que poseen acciones de los padres o abuelos, gente que las mantiene en su familia por generaciones. 

Hace 26 años que Jorge pisa todos los días el mismo lugar. Pero eso no parece cansarle. Viene por la mañana y se queda hasta las tres o cuatro de la tarde, depende del día. Después vuelve a la noche. “Voy a hacer algo con mis hijos, o a veces paso un poco por acá o voy a mi casa, duermo un rato y vengo de vuelta, y ahí me quedo hasta las 22 o 23, eso los días de semana. Los fines de semana, me quedo hasta las doce de la noche o más. Siempre hay que estar acá. Hay que estar acá sí o sí”. 

Explica que en El Imparcial pasan muchas cosas, además de que se depende de mucha gente para que todo funcione. Es una tarea complicada, que hay que saber llevar. “Necesitas rodearte de gente que cumpla. Acá gracias a Dios son todos bastante cumplidores”.

Un par de metas (y años) después

Al “caprichoso” (así se define él) Jorge Dutra cuando se le mete una idea en la cabeza, no hay quien se la saque. Con sus 42 años cuenta que logró cumplir las metas que se propuso. Siempre tuvo el sueño de comprar El Imparcial, y pasó. Después la meta fue otra. 

“Siempre les decía a los viejos de acá enfrente: “Algún día ustedes me van a dar El Globo a mí, no les va a quedar otra”. Y dicho y hecho. “A la larga, no les quedó otra.” 

El año pasado, a principios del 2018, fruto de una negociación con los dueños pasó a hacerse cargo también de otro de los restaurantes más emblemáticos de la ciudad, El Globo, que se encuentra, azar o destino de por medio, en la vereda de enfrente. “Me lo tuvieron que dar a mí, porque nadie podía negociar con ellos. Nadie se quiere hacer cargo de la gente. Fue una historia más o menos como acá. Como el año pasado El Globo estaba medio fundido, los dueños de las acciones tienen un promedio de 76 años más o menos, y ya no le daban mucha dedicación al restaurante. Querían largarlo a toda costa. Y, como ya nos conocíamos, nos lo ofrecieron a mí y a mi socio, a ver si lo podíamos levantar un poco. Se hizo una negociación y nos hicimos cargo del fondo de comercio”. 

Hoy el misionero se suele pasar las mañanas haciendo las compras y los trámites para ambos locales. “Compro para los dos, me la paso en la calle todo el día. Voy y vengo, pago a uno y pago a otro. Y voy manejándome así… Es medio agotador, pero igual tengo los equipos armados”.

Dutra dice que, más allá de la crisis El Globo “trabaja bastante bien”, porque ya tiene su clientela. Y que, aunque enfrentados, son distintos tipos de clientes. 

Nadie de su familia estaba de acuerdo en que se haya metido en otro restaurante. “Por ahí tienen razón, porque es mucho trabajo. Mis hijos lo sufrieron un poco porque yo nunca estuve con ellos cuando eran chicos. Entonces, ahora que son grandes, me decían: “No, no compres, quédate con El Imparcial solo; no jodas más, no compres nada. Pero me metí porque la verdad yo siempre quise tenerlo. Siempre soñé con tener El Globo… Y cumplí”.

La familia es la familia: cuando hay compromiso se transpira la camiseta

Dutra comenta, un tanto con orgullo, otro tanto con nostalgia, que pudo finalmente jubilar a todos sus ex compañeros. “Al último que jubilé estuvo 45 años acá adentro. Hay mozos de hace muchos años. Tengo unos cuantos “históricos” todavía”.

De los más viejos, tiene a José que está hace 30 años, al cocinero, Pedro, que tiene 45 años trabajando. Al encargado del mostrador, Hector, hace 38 años. “Y después tengo muchos que, empezaron conmigo, que están hace… bueno, yo estoy hace como 26 años acá”. 

Los gallegos que fueron sus maestros, los hermanos Vidal, también se jubilaron después de cumplir su aniversario número 45 trabajando en El Imparcial. Y luego, por gusto, son de los que continuaron viniendo. “Ya cuando no le daban más las piernas, porque trabajaron de mozos o de Maître toda su vida, dejaron de venir, pero eran gente que cuidaba mucho el negocio, que se preocupaba. Hoy en día, el problema es que los chicos vienen, cumplen su horario y se van. No les importa mucho más lo que pase acá. Y a ellos no”.

Cuando el Jorge de 16 años llegó al restaurante siempre le decían: “Esto es una familia”. Y estos lazos, casi fraternales, continúan hasta hoy. “Nosotros estamos más juntos acá que con nuestras propias familias”, explica 

Dutra pareciera que no piensa tanto en el futuro. Es pragmático, cauto, y “bueno con los números”. 

Sin embargo, le pesan los sentimientos cuando habla del lugar que se convirtió para él en algo más que un hogar. “Yo acá trabajé durísimo. Lo que tengo y lo que hice creo haberlo hecho siempre con esfuerzo y con mucho sacrificio. Muchas horas acá, trabajar, estar… gracias a Dios me fue bastante bien”.

Uno se acostumbra a vivir en un barrio determinado. Y Jorge se acostumbró. Cambio la tierra colorada por el asfalto, y ya se le hizo difícil volver. Se considera parte de ese barrio histórico, se crió ahí. Su primer departamento en la avenida Caseros, le quedaba a quince cuadras del local. Se venía hasta el restaurante en bicicleta o en el colectivo 39 que lo dejaba enfrente, siempre “buscó estar cerca.” Hoy, a 1000 kilómetros o más de la tierra que lo vio nacer, le parece imposible imaginar otra realidad.

Entrevista y Fotos: Agustina Maffini

About The Author

Compartí esta noticia !

Categorías

Solverwp- WordPress Theme and Plugin