Cuando la historia rima

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Mark Twain observó, “La historia nunca se repite, pero muchas veces rima”. Los jefes de Estado que se congregan en París esta semana para conmemorar el final de la Primera Guerra Mundial deberían prestar mucha atención a los ecos de la historia y evitar repetir las notas discordantes del pasado.
Durante siglos, el rumbo de la economía mundial respondió a dos fuerzas conexas: el progreso tecnológico y la integración internacional. Estas fuerzas pueden impulsar la prosperidad de todas las naciones. Pero si no se las maneja bien, también pueden provocar calamidades. La Primera Guerra Mundial es un ejemplo indeleble de una catástrofe total.
Las cinco décadas que la precedieron fueron un período de avance tecnológico notable: barcos a vapor, locomoción, electrificación y telecomunicaciones. Fue el período en el que tomó forma el mundo moderno. A la vez, fue un período de integración mundial sin precedentes; para muchos, fue la primera era de la globalización, en la cual bienes, capitales y personas pudieron cruzar las fronteras nacionales con obstáculos relativamente mínimos. Entre 1870 y 1913, en muchas economías aumentó con fuerza la exportación como proporción del PIB, lo cual es un signo de creciente apertura.
Todo esto generó gran riqueza, que, sin embargo, no se distribuyó justa ni equitativamente. Fue la era de fábricas sombrías y peligrosas, y de los barones ladrones. Fue una era de desigualdad enorme y creciente. En 1910, en el Reino Unido, el 1% más acaudalado de la población controlaba casi 70% de la riqueza nacional , una disparidad aun hoy histórica.
Entonces, como ahora, la creciente desigualdad y la disparidad de los beneficios de la evolución tecnológica y la globalización produjeron una reacción. Mientras se gestaba la guerra, cada país respondió pujando por obtener ventajas para sí mismo, abandonando la idea de la cooperación mutua y jugando un juego de suma cero. El resultado fue la catástrofe: todo el peso de la tecnología moderna volcado a la carnicería y la destrucción.
Y en 1918, cuando los líderes contemplaron los campos de amapolas sembrados de cadáveres, las conclusiones que sacaron fueron las equivocadas. Nuevamente, la ventaja a corto plazo primó sobre la prosperidad a largo plazo; los países se alejaron del comercio internacional, intentaron recrear el patrón oro y dejaron de lado los mecanismos de la cooperación pacífica. Como John Maynard Keynes -uno de los padres fundadores del FMI- escribió en respuesta al Tratado de Versalles, la insistencia en sumir a Alemania en la ruina económica terminaría en una catástrofe. Le sobró razón.
Los líderes mundiales tuvieron que enfrentar el espanto de otra guerra para encontrar soluciones más duraderas a nuestros problemas comunes. Las Naciones Unidas, el Banco Mundial y, por supuesto, la institución que dirijo, el FMI, se enorgullecen de ser parte de ese legado.
Y el sistema creado después de la Segunda Guerra Mundial siempre tuvo como objetivo la capacidad de adaptación. Del paso a los regímenes cambiarios flexibles en la década de 1970 a la fundación de la Organización Mundial del Comercio, nuestros predecesores reconocieron que la cooperación internacional debe evolucionar para sobrevivir.
Hoy vemos notables parecidos con el período previo a la Gran Guerra: avances tecnológicos deslumbrantes, creciente integración mundial y prosperidad cada vez mayor, que ha arrancado a una enorme cantidad de personas de la pobreza, pero que también ha dejado a muchos a la zaga. Las redes de protección son mejores y han ayudado, pero en algunos lugares vemos nuevamente creciente ira y frustración, sumadas a una reacción en contra de la globalización. Y, una vez más, necesitamos adaptarnos.
Eso me ha llevado últimamente a propugnar un nuevo multilateralismo , que sea más incluyente, esté más centrado en las personas y rinda cuentas más a fondo. Este nuevo multilateralismo debe revivir el espíritu de cooperación y, a la vez, abordar un espectro más amplio de retos, desde la integración financiera y las tecnofinanzas hasta el costo de la corrupción y el cambio climático.
Nuestros estudios recientes sobre los beneficios macroeconómicos del empoderamiento de la mujer y la modernización del sistema de comercio internacional ofrecen ideas nuevas para crear un sistema mejor.
Cada uno de nosotros -cada dirigente y cada ciudadano – tiene la responsabilidad de contribuir a esta reconstrucción.
Después de todo, lo que era verdad en 1918 sigue siéndolo hoy: la convivencia pacífica de las naciones y las perspectivas económicas de millones dependen directamente de nuestra capacidad para descubrir las rimas de nuestra historia común.

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